domingo, abril 28, 2024
Opinión

México desde afuera

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*Ricardo Gómez-Sotomayor*

“Pero, ¿Por qué te escondes durante la paz y sales de tu encierro cuando los hombres empuñan las armas?…Mi puerta entera se abre de par en par con el cerrojo descorrido para que las gentes tengan patente sin ningún género de duda su marcha a la guerra.”

Ovidio (Jano Gémino. Fastos; Libro I)

 

Desde que inició el año cualquier acontecimiento tendrá que ser visto en el reflejo que éste genere en el panorama electoral. Ahora ya nada escapará al escrutinio y cada bando intentará obtener ventaja sobre sus competidores, renovando sus estrategias de campaña con la prontitud que les permita sus análisis de la situación. Los equipos de asesores juegan con el estandarte de Jano, el bicéfalo dios romano de las dos caras opuestas. Esto sucede porque, por una parte, tienen que potenciar las cualidades de su candidato a la vez que exponen las debilidades del contrario; es, como se ve, un juego de desgaste cuyo ganador no lo es tanto por sus méritos sino por haber llegado menos quemado al final. Comienza en las precampañas con la elección interna del candidato de cada partido. En esta etapa las alianzas forjadas durante los años previos son fundamentales para impulsar una propuesta lo suficientemente fuerte en relación al otro; curioso que ese otro sea el que lo defina y no su propio ser. Con independencia de los mecanismos que cada partido adopta para el nombramiento de su candidato, sería ingenuo pensar que su volición esté justificada en una motivación exclusivamente moral. Queda implícito que en sus reflexiones el peso del beneficio personal que pueda obtener de dicho apoyo decanta la balanza. Como confunden el pasado con la experiencia han aprendido a no sobreexponer al elegido a una ráfaga de realidad; dejan a los otros contendientes esa tarea y están preparados para su defensa. Las batallas entre Roberto Madrazo y Francisco Labastida o entre Hillary Cinton y Barnie Sanders son muestras representativas de cómo no debe llegar un candidato al inicio formal de una campaña presidencial.

Dejemos por ahora un aspecto peliagudo de las campañas: su financiación y pensemos en los actos que vendrán en la Ópera que nos aguarda. ¿A quiénes van dirigidas las campañas? Los militantes están (o por lo menos así se cree) cautivos. A los simpatizantes las campañas les sirven no tanto para afianzar su decisión como de surtirse de material para defenderse contra el inevitable ataque que dicha disposición le acarreará. El trecho estadístico de aquellos ciudadanos que todavía están indecisos en su intención de voto es para quien realmente van dirigidas las acciones de los coordinadores y sus equipos. Deben pues de magnificar sus virtudes enfrentándose a la paradoja de dar un esquema de continuidad a los logros (reales o ficticios) a la vez de desmarcarse de aquello que ha mermado credibilidad. Ojalá y solo ocurriera esto, pero sus maniobras van más allá e implican la degradación del contrario. Para este fin no es necesario el debate de ideas o propuestas, de metodologías y planes; lo que funciona es el ataque personal. Desacreditar a la persona es mucho más fácil que refutar una idea. Ni siquiera es necesario presentar evidencias, con sólo dejar al sol el germen de la duda es suficiente. Emplearán el miedo como factor multiplicador de la esperanza de que las cosas mejoren y habrá tal cantidad de noticias (casi todas malas, sean verdad o mentira) que el votante deberá cobijarse en la fe de “espero que sea buen presidente” ante la incertidumbre que todo esto genera.

No quisiera erosionar el ego nacional al decir que todo lo comentado anteriormente no es exclusivo de nuestro país, sino que es, con variantes mínimas, algo común en los estados autodenominados como democráticos. Estas diferencias pronto son asimiladas por el poder para utilizarlas en las contiendas venideras. Aunque se quiera jugar con el lenguaje, las campañas para elegir al jefe de gobierno son el punto álgido de un sistema que emplea la propaganda enmascarada de mercadotecnia, cuya efectividad se comprobó desde los albores de la segunda guerra mundial y que ahora, en la era tecnológica, ha adquirido una preponderancia sólo prevista por los autores de literatura fantástica.

El observador externo se enfrenta a un tiempo de campaña excesivo; explicable en parte por la dimensión geográfica de un país inmenso, cuyo desigual desarrollo impide una generalización de las estrategias; no es lo mismo el votante urbano que el rural (la edad, el sexo, la formación educativa, etc. son variables que obligatoriamente son tomadas en cuenta) y hacerles llegar un mensaje de homogénea prosperidad postelectoral no será sencillo. También se sorprendería de la brutal cantidad de dinero asignado en los presupuestos para mantener al Instituto Nacional Electoral (INE), cuya neutralidad está siempre en duda; pasando, por ende, de un organismo independiente y transparente, a un plano protagónico que lejos de garantizar imparcialmente el desarrollo democrático genera más desconfianza en la ciudadanía por su laxo proceder ante las irregularidades que debería castigar.

La puerta del templo de Jano está abierta, la guerra de las campañas ha comenzado.

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