viernes, abril 26, 2024
Opinión

Empatía e indiferencia, valor y antivalor

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*Aarón Dávila*

Foto: Ilustrativa.

Cicerón decía que, en cuanto a la adversidad, difícilmente la soportarías si no tuvieras un amigo que sufriese por ti más que tú mismo.

Algunos años atrás platicaba con un pequeño niño sobre la importancia de no volvernos ajenos al dolor o al sufrimiento de los demás. Mira hijo, le dije, sin darnos cuenta, los afanes de la vida nos van llevando por caminos diferentes.

Caminos de bien o caminos de mal, caminos de emprendimiento o caminos de fracaso, caminos de inicio o de final y en cada uno de ellos encontramos gente tan diversa, que sorpresivamente poco a poco perdemos uno de los valores más valiosos y certeros en la vida de los seres humanos, la empatía.

¿La qué? me dijo; la empatía, respondí, al tiempo que volví mi rostro y me lo quedé viendo. Empatía es un gran valor, déjame explicarte, es la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos.

¿Alguna vez te has preguntado lo que pasa con la gente que vive a alrededor de ti?, ¿qué pasará, por ejemplo, con los jóvenes y niños que limpian los vidrios de los carros en los semáforos? o ¿con los ancianos sentados a la orilla de la banqueta solo viendo pasar a la gente que camina por ahí?

Para saberlo necesitas preguntarles directamente, mostrarles algo de interés por su vida y sus problemas; seguramente, al hacerlo, descubrirás muchas cosas que ignorabas por completo como, por ejemplo, que no todo lo que se dice de esas personas es verdad, no todos son malos, ni ladrones, ni engañadores o vagos y estoy seguro; le dije que saber más de sus vidas hará sentir en ti la necesidad de ayudarlos de alguna manera.

Mientras hablaba con él, en cierto momento el pequeño abrió los ojos con gran emoción y poniéndose sobre sus pies me dijo: “Si entiendo, es que todos vivimos aquí, por eso debemos ayudarnos, como amigos ¿verdad? Así es, le respondí.

Esa es la forma en que la sencillez de un niño resuelve los asuntos de la vida y por qué no, probablemente, sea así de sencillo; la empatía es un valor que nos ayuda a ser mejores, pero no sólo eso, nos hace volver al corazón de la gente, amistarnos con quienes no merecen menos que de nosotros.

No es necesario pasar por las mismas vivencias y experiencias para entender mejor a los que nos rodean, sino ser capaces de captar la necesidad de quienes viven a lado nuestro.

Daniel Goleman, psicólogo y escritor, dijo: “Existe una clara evidencia de que las personas emocionalmente desarrolladas; es decir, las personas que gobiernan adecuadamente sus sentimientos, y asimismo saben interpretar y relacionarse efectivamente con los sentimientos de los demás, disfrutan de una situación ventajosa en todos los dominios de la vida, desde el noviazgo y las relaciones íntimas, hasta la comprensión de las reglas tácitas que gobiernan el éxito en el seno de una organización.

Las personas que han desarrollado adecuadamente las habilidades emocionales suelen sentirse más satisfechas, son más eficaces y capaces de dominar los hábitos mentales que determinan la productividad.

Así es, aquellos que logran relacionarse correctamente con los demás son personas propensas a vivir una vida en plenitud, en paz, con plena soberanía de sus actos y de sus acuerdos.

Hoy en día, hay tantas preguntas por hacer, por ejemplo: ¿Qué pasa con los damnificados de los terremotos?, ¿qué sucede con los inmigrantes que llegan a nuestro país, sin familia, sin dinero, sin un lugar donde resguardarse?, ¿qué sucede en el corazón de cada padre y cada madre cuando sus hijos no regresan a casa?

Podemos hacer más preguntas claro está, hay tanta necesidad alrededor de nosotros y, aclaro, no necesariamente en las personas ajenas a nuestra vida tan solo, probablemente, entre nuestros amigos, familia, vecinos o compañeros de trabajo podremos encontrar corazones dispuestos a recibir nuestro apoyo sincero e incondicional en sus momentos difíciles o de necesidad.

La empatía nos hace mejores personas, nos dignifica como seres humanos, nos enseña a convivir y actuar para establecer el bien común la estabilidad y la paz. ¿Alguna vez te has preguntado el bien que le causas a los demás, con tan sólo una sonrisa por ejemplo?

Hacer el bien no es un acto heroico, aunque implícitamente en realidad lo es; hacer el bien sin selección previa, sin interés previo, sin importar de quién se trate, es maravilloso, es como ungüento fresco.

Sin pensarlo, los actos más sencillos y naturales pueden ser justo aquello que necesitábamos para estar y sentirnos bien y si estos añaden bien a mi prójimo, es un gol en el marco.

Hacer el bien es bendecir, bendecir es otorgar con pureza y desinterés el mejor de mis deseos. Soy de las personas que disfruta conversar con todo tipo de gente; normalmente, sin importar el lugar en el que me encuentre, procuro saludar a los demás con una sonrisa franca.

En el banco, en la calle, en un café, la alberca o en la playa, en la tienda de la esquina o en un estacionamiento, cualquier lugar es bueno para ofrecer un saludo sincero.

Hace mucho tiempo descubrí que sumar una sonrisa no fingida a un saludo es especial y causa un efecto maravilloso en la persona que lo recibe; es impresionante, pero cierto, sonreír sin dificultad es un reflejo del estado de tu vida, es como decir: me siento bien, estoy en paz.

Lo más importante aquí es cuando descubres que, como un efecto añadido, tu bienestar le produce un bien interno a los que están alrededor de tu vida; he tenido todo tipo de experiencias al saludar a la gente con una sonrisa.

En una ocasión salude a una señora al llegar a una tienda de instrumentos musicales, buscaba unas cuerdas para mi guitarra electroacústica.

Hola, dije a la señora que atendía el mostrador, con una gran sonrisa y una expresión de franca felicidad, al tiempo que agitaba la mano frente a ella; la reacción inmediata y totalmente inesperada (por lo menos para mí) de aquella mujer fue un minuto de silencio viéndome fijamente y acto seguido puso su mano en la frente y, con una reacción de total sorpresa, de pronto echo a reír, con aquel tipo de risa nerviosa imprevista.

Con gran sobre salto, extendiendo su mano y tomando la mía me dijo: perdón, perdón, estaba súper distraída, pero gracias, en verdad necesitaba ese saludo tan franco.

Que sensación tan agradable me dejó esa experiencia, comprendí que lo que había sucedido ahí no había sido producto de la casualidad, sino más bien de la necesidad que tenemos todos de sentir que somos importantes para alguien más.

“Haz bien sin mirar a quien” es un proverbio popular que nos invita a compartir lo mejor de nosotros con los demás, a brindar ayuda desinteresada y compartir nuestro bien estar con quién así lo necesite, sin esperar nada a cambio, por el sólo deseo de hacer el bien.

El rey Salomón decía: No niegues el bien a quien se le debe, cuando esté en tu mano el hacerlo. El apóstol Pablo, por su parte, decía: Así que entonces, hagamos bien a todos según tengamos oportunidad, mayormente a los de la familia de la fe.

Es decir, hacer el bien es una decisión personal, una decisión a causa de nuestro bienestar y capacidad de compartir, que implícitamente opera bondad y deseo por ser parte de un bien mayor.

Dar sin esperar nada a cambio causa bien a nuestras vidas, los actos más sencillos son suficientes para bendecir y provocar efectos duraderos de paz en nuestros corazones.

La indiferencia es un punto intermedio entre el aprecio y el desprecio. Si alguien siente aprecio, ese sentimiento resultará agradable y activo; en cambio, si siente desprecio, se tornará en algo que se pretende rechazar.

Al mostrarse indiferente, el sujeto se vuelve apático al respecto; es decir, ni es frío, ni es caliente. Del latín indifferentĭa, es el estado de ánimo en que una persona no siente inclinación ni rechazo hacia otro sujeto, un objeto o un asunto determinado.

Puede tratarse de un sentimiento o una postura hacia alguien o algo que se caracteriza por resultar positivo ni negativo; como parte de la condición humana, se espera que las personas tengan empatía y puedan relacionarse con los demás.

En este sentido, la indiferencia es la negación del ser, ya que supone la ausencia de creencias y motivaciones; quien es indiferente no siente ni actúa, manteniéndose al margen.

Teresa de Calcuta decía: El mayor mal en la actualidad es la falta de amor y caridad, la terrible indiferencia hacia nuestro vecino que vive al lado de la calle, asaltado por la explotación, corrupción, pobreza y enfermedad.

La indiferencia es el antivalor de empatía, es lo que nos hace inmunes al dolor ajeno, aquello que nos despoja del más básico sentimiento, lo que aparta el corazón de la humanidad de la humanidad misma.

Martin Luther King en una entrevista expresó: No me duelen los actos de la gente mala, me duele la indiferencia de la gente buena. Cuando evocamos el bien o el mal encaramos de frente a la moral, más cuando la moral pierde autoridad en el ser humano, queda expuesta la ignominia de la indiferencia. El descrédito del ser por el ser mismo.

Jesús usó la parábola del buen samaritano como parte de su respuesta a una pregunta que le hicieron sobre los mandamientos.

En el evangelio de Lucas, leemos que un experto en la ley judía preguntó a Jesús cuál de todas las leyes de Moisés era la más importante.

Jesús, sabiamente, contestó: Amarás al señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo. Queriendo probar a Jesús otra vez, el hombre preguntó. ¿Quién es mi prójimo? Jesús respondió con esta parábola del buen samaritano.

Parábola del buen samaritano: Un hombre judío estaba haciendo el viaje desde Jerusalén hacia Jericó. En el camino fue asaltado por unos hombres, quienes les robaron su ropa, lo golpearon y lo dejaron casi muerto. (Como si estuviéramos leyendo las noticias del día de ayer, sólo que esta se narró muchos años atrás).

Un sacerdote también iba de viaje por este camino y al ver al hombre herido cruzó al otro lado de la calle y siguió sin ofrecer ayuda. Un levita también pasó por ahí, pero al igual que el sacerdote cruzó la calle y se fue sin ayudarlo.

Después pasó un hombre de Samaria, un pueblo despreciado por los judíos. El samaritano vio al hombre y se compadeció de él, tomó vino y aceite para limpiar sus heridas y, después de haberlo vendado, lo montó en su cabalgadura y llevó a un alojamiento donde pasó la noche cuidándolo.

Al siguiente día el samaritano le pagó al dueño de aquel lugar dos monedas de plata para que cuidara del judío y le dijo que si hubiera gastos adicionales le pagaría el resto la próxima vez que estuviera en el área.

Al terminar la parábola Jesús pregunto: ¿Cuál de estos tres hombres fue el prójimo del judío? El experto en la ley respondió el que mostró misericordia, Jesús entonces dijo sí, vayan y hagan ustedes lo mismo.

William Shakespeare dijo: El peor pecado hacia nuestros semejantes no es odiarlos, sino tratarlos con indiferencia; esto es la esencia de la humanidad. Y así me veo en la necesidad de recordar aquella frase del Pablo Manzewitsch, cuando dice que la historia de un hombre es la historia de la humanidad.

Desgraciadamente la indiferencia existe desde hace mucho tiempo, algunos piensan que es un mal necesario, ya que preocuparnos por todos los necesitados o por todos los problemas, tal vez nos ocasione un mal mayor.

Pero esta sentencia, lejos está de ser una verdad, no es correcto pasar frente al necesitado sin por lo menos ofrecer la mínima ayuda. Ciertamente, no podemos ir por ahí pretendiendo ayudar o resolver los problemas de cuanta gente se atraviese en nuestro camino, pero tampoco podemos tan solo seguir y pretender no ver o no ser de alguna manera afectado por el dolor ajeno.

Somos espectadores en ocasiones y en otras más, nos vemos directamente afectados o involucrados de los efectos de los desastres naturales, de la incidencia política, de los problemas sociales, de las luchas de supervivencia de muchos alrededor de nosotros.

Esto nos deja ver una vez más la pequeñez de los seres humanos frente a la fuerza de la naturaleza.

Claro que no podemos ser indiferentes ante el dolor ajeno, qué debemos aprender en medio de la destrucción; a mi parecer, la primera enseñanza es la fragilidad de la vida misma.

Todos como humanidad, como sociedad organizada, vivimos una interdependencia obligada, más allá de intereses personales, somos parte y esencia de una sociedad; esto nos dice que no es válido andar por ahí, viviendo y actuando como si viviéramos solos y para nosotros mismos.

En términos de ciudadanía, no asistir a las urnas para ejercer nuestro voto, en tiempos electorales, por ejemplo, es un acto de indiferencia. Muy a pesar de los gustos personales, debemos presentarnos a votar y ejercer no solo nuestro máximo derecho como ciudadanos, sino que, como seres pensantes, que representamos el bien de una sociedad, votar nos habilita verdaderamente como ciudadanos y nos da el derecho de exigir a los gobernantes el cumplimiento de su deber como servidores.

Asuntos como el maltrato a los animales, la destrucción sistemática del medioambiente, los feminicidios, los asesinatos de los periodistas, el maltrato a los niños, son formas de indiferencia y nos destruyen y socavan como sociedad.

Los efectos directos de la indiferencia son: el egoísmo, la corrupción, la mentira, el individualismo, deshonestidad, desamor, y el fin último de tales efectos es la destrucción.

La indiferencia es la otra cara del desamor, luchemos contra ella, porque una sociedad indiferente es una sociedad sin paz; es por esto por lo que diremos que: nos conviene ejercer la empatía como un valor regular en nuestras vidas, un valor de figura refulgente.

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